Iglesia de Santa Cecilia (Hermosilla - Burgos).
Situada en las proximidades de Poza de la Sal, el pueblo de nacimiento de Félix Rodríguez de la Fuente y también a la vera de esos sobrecogedores campos de Cernégula, famosos por sus brujas, la pequeña población burebana de Hermosilla, aún conserva restos de interés en su iglesia parroquial, dedicada a la figura de Santa Cecilia. Si bien sus orígenes se remontan al siglo XII, reestructuraciones llevadas a cabo en diferentes épocas, han hecho que de éstos, apenas sobrevivan el ábside, algunos canecillos y unos capiteles interiores, no exentos de interés y de calidad, que sugieren la posible importancia que pudo haber tenido el lugar en época medieval.
Elevada sobre una colina desde la que se tiene una espléndida panorámica del pueblo y su entorno, una estela funeraria es el único resto escatológico que ha sobrevivido del cementerio medieval que tuvo que estar adosado al templo, como era la costumbre. No es de las más espectaculares, desde luego, y tan sólo se aprecia una sencilla cruz en su anverso. Este detalle, posiblemente sin importancia, contrasta, de algún modo, con la excelente factura de unos canecillos frontales, que nos presentan ciertos y anónimos rostros humanos, en los que comienzan a percibirse los futuros detalles que harían del retorno a las fuentes clásicas, el modelo perfeccionista de los grandes artistas del Renacimiento. Detalles, cuya continuación no nos costará demasiado esfuerzo intuirla en los motivos que constituyen la temática general de los canecillos del ábside.
Unos motivos y una temática, que sin salirse de los esquemas ornamentales característicos, sí destacan, no obstante, por los excelentes detalles de su acabado. Así, por ejemplo, tenemos la cabeza poco menos que perfecta de un chivo, donde podría reseñarse la habilidad del cantero, simplemente observando los detallados pliegues de las barbas que le bajan del mentón. Habilidad, cuyo desarrollo continúa apreciándose en los distintos rostros, que muestran una genuina faceta antropológica, en esos modelos que desarrollan, a golpe de mazo y cincel, una precisa definición de los usos y costumbres de la época, basada en barbas y peinados, que nos acercan a esas mediáticas poblaciones medievales, ofreciéndonos una visión panorámica de las diferentes clases sociales, sin olvidar que en sus orígenes fueron colonos cántabro-astures, que se iban asentando en estos territorios a medida que avanzaban los prolegómenos de la Reconquista. Junto a ellas, guardando las formas también hasta el más preciso detalle, ese universo mitológico bizantino, que nos pone en guardia acerca de la facilidad con la que vicios y pecados pueden condenar el alma humana, dentro de los preceptos de la religión triunfante y la persistencia con la que sobrevivían dentro de sus esquemas generales de pensamiento, sin que ello sirviera de pretexto para que algunas mentes brillantes, como la de Bernardo de Claraval, las considerara poco menos que burdas estupideces.
Difícil sería, por otra parte, no ver esa oscura referencia a los antiguos mitos celtas, con la presencia, en los capiteles de los ventanales, de esos paradigmáticos hombres-verdes, seres trascendidos por unas lianas que, abriéndose camino a través de sus bocas, mantienen bien sujeto el deseo de transmitir un conocimiento a quien no está en disposición de ser digno de él.
Infame sería, así mismo, no mencionar, por su rareza y porque en el fondo, se nos aparece más genuinamente familiar -al menos con tradiciones que han llegado poco menos que intactas a nuestros días- a ese feliz personaje que porta un cerdo a sus espaldas y que, aparte de sugerirnos esos gélidos meses de invierno donde tradicionalmente se realiza la matanza y se paralizan los combates, podría considerarse, también, como una alegoría a la abundancia, y hasta cierto punto, a la felicidad. Capitel, que se encuentra situado no muy lejos de otra auténtica rareza, quizás una alusión griálica, representada por el barril y la jarra.
En el interior del templo, conviviendo con unos capiteles entre los que no faltan arpías y vegetales, y en el que volvemos a encontrarnos esas referencias de castas en las figuras del guerrero y los aldeanos, quizás pastores, encontramos no sólo la imagen de Santa Cecilia portando en la cabeza lo que parece ser un sombrero peregrino, sino también la presencia de uno de esos personajes mistéricos tan estrechamente vinculado al camino jacobeo: San Roque. Un San Roque, que no sólo nos sigue insistiendo en su condición de iniciado mostrándonos la herida de su muslo al descubierto, sino que también, curiosa y quizás inusualmente, el artista nos quiso lanzar un pequeño desafío, haciendo que el niño acompañante sostenga en la mano un pequeño recipiente o vaso.
Detalles, tan sólo unos pocos, que pueden hacer que una visita a este curioso templo, nos depare una grata sorpresa y quizás, de paso, nos invite a especular en cómo sería su portada original y qué importancia pudo tener dentro de los emplazamientos peregrinos burgaleses.
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